Un articulo de: Teresa Arredondo Moreno
Ésta es la noche de Todos los Santos como decimos en España o en México o la noche de Halloween como la llaman los anglosajones. En esta época en la cual los recuerdos caben en una cuenta de Facebook y se expanden y contraen a placer, con sólo tocar un botón o un pedacito de la pantalla del móvil, pareciera como si la nostalgia no pudiera ser algo aprehensible y cercano. Le ponemos grandes palabras a lo que entendemos por grandes sentimientos. Cuando lo más grande, en realidad, de la vida, se define en un par de frases, trescientas mil sonrisas, infinitos besos y millón y medio de abrazos. Tirando por lo bajo.
Mi cuenta de Facebook hoy me recuerda, de forma machacona, otras noches de Todos los Santos, añorando a mi abuela, comiendo buñuelos de viento o huesitos de santo, o más recientemente guardando los disfraces de mi hija mientras le arropo los sueños. La vida es esa cosa extraña y agridulce en la que el ayer se convierte en recuerdo y el antes de ayer en historia. Y en ocasiones, en leyenda.
Aunque cada otoño el tiempo se vuelve más loco y se obstina en no traernos cuando corresponde el olor a castañas asadas, a leña, a tierra mojada y a frío, a veces se me queda colgando de los labios una sonrisa cuando, al soplarme los dedos por el relente, recuerdo cuando era niña y me viene a la garganta una bocanada nostálgica de pan con mantequilla dormido, mojado en leche con Cola Cao. Hay que ver lo que los recuerdos hacen con nosotros. Cualquier cosa te hace revivir un amontonamiento de imágenes rotas, mal pegadas a veces, grabadas a fuego e inalteradas en el alma en otras ocasiones.
Hace un año, como decía al principio, tras un fin de semana feliz, me inundó una nostalgia enorme. Escribí un artículo sobre mi primera experiencia en el restaurante de Chechu Biriukov, sobre niños grandes que ven sus sueños cumplidos, sobre mí. Porque, a riesgo de ser egocéntricos, la vida es lo que nosotros sentimos en ella. Hay una frase que sentencia algo así como que somos los cafés que tomamos, los libros que leemos, los viajes que hacemos y las personas a las que amamos. Quizá es porque este fin de semana voy a repetir, ya por tercera vez, mi experiencia en el Bistró de Biriukov, porque vuelvo con algunas de las personas con las que lo visité por primera vez o porque mi vida desde entonces ha cambiado y mucho, el caso es que me ha asaltado la nostalgia en forma de recuerdos. En forma de pedacitos de mi propia historia.
Recuerdo las meriendas-cena entre semana en casa de mis abuelos. Una casa en la calle Cavanilles, de pasillos largos y olor permanente a los Ducados que fumaba mi abuelo. Comíamos las croquetas de mi abuela, los mayores hablaban de política y de fútbol, con poco debate en lo segundo, pues éramos, indiscutiblemente, una familia del Madrid, mucho más encarnizado en lo primero. Recuerdo mirar con fascinación la colección ingente de vinilos de mi tío y leer alguno de sus libros de Los Cinco que luego heredé yo y que, muchos años después, ya están en la librería de mi niña para cuando sea capaz de soñar con esas aventuras. Recuerdo a mi bisabuela, transistor pegado a la oreja, acudiendo al salón de la casa a decirnos “escuchad lo que dice José María García”.
Recuerdo que en mi colegio la mayoría de los niños eran del Atleti, pero que los del Madrid, aunque pocos, ganábamos siempre. O eso me parecía a mí. Y en aquel reducto del mundo que eran la casa de mis abuelos, mi casa de niña y la salita de mi otra abuela, con su piel de olor suave a perfume de flores, de dulces cocinados a fuego lento, de las patatas fritas que apartaba antes para mí (ay lo que me gustaban) para la tortilla, éramos los mejores sin discusión. Allí, mirando mucho y escuchando más, aprendí el poco baloncesto y fútbol que sé. Han pasado los años y la vida me ha regalado experiencias y conocimientos, pero creo que aquellos años de mi infancia han forjado mi forma de sentir la pasión por el Madrid. Que no es inferior ni superior, sino distinta, a la de los demás miembros de mi familia.
Es gracioso, pero cuando oía hablar a mi padre de su primo Mariano, aun cuando me hubiera dicho que se apellidaba Bartivas, no habría caído en un millón de años en que era el mismo Mariano que descubrió a Fernando Martín en el equipo de balonmano de los maristas de San José del Parque. He necesitado perder memoria fotográfica y ganar en memoria emocional, si es que ese término es correcto, para darle importancia a las historias de mi padre y entender que el “cuando yo jugaba al baloncesto”, en realidad eran peleas a muerte en las que se fajaba con tipos duros, bien entrenados y mucho más altos que él. Así, las victorias del equipo de mi padre, en una cancha de goma checoslovaca, cuyo mayor mérito era lesionar contrarios ya en el entrenamiento, la misma cancha en la que se entrenó años más tarde aquel Fernando que entró en mi vida desde el aparato de televisión de la sala, son ahora mucho más que batallitas. He colocado las lágrimas de mi tío, amigo de Antonio, sí, también aquel Antonio, por fin en su sitio.
Hace un año no había visto nunca en persona a Chechu Biriukov. Nunca. Había estado en la cancha en otras épocas del Madrid, la del sweet Bullock, la del deseado Herreros del Estudiantes por fin vistiendo de blanco, había visto empezar a Felipe Reyes y crecer, mucho más tarde, a Doncic a la par que iba dejando pequeños a pantalones y rivales. Pero a esos grandes, cuyas anécdotas conocía por la revista Gigantes y que ahora rememoro en Jot Down, como Chechu o como Sabonis, sólo los había visto por la pequeña pantalla de la televisión de las salitas en las que transcurrió mi infancia a la salida del colegio. Y es ahora cuando lo pongo todo en perspectiva, junto las piezas del puzzle de mi vida y disfruto de todas esas anécdotas que conforman la historia de la vida de cualquiera de nosotros. La historia de mi vida. Llena de momentos para el olvido y de ratos sublimes. Llena, porqué no decirlo, de recuerdos.