Un articulo de: Teresa Arredondo Moreno
Hay en Madrid un amago de placita por la que circulan los coches a un costado de la calle de Fuencarral. A los que nos gusta perdernos por el Madrid menos aristocrático y más canalla de vez en cuando, o de vez en mucho cuantos más años le vamos arrancando al calendario, nos suelen sorprender los pasos perdidos por ella, cuando atajamos por la Corredera Alta de San Pablo, donde confluyen Velarde y Fuencarral, para que el destino nos lleve a cualquier lugar del pasado de los que te arrancan una punzada de melancolía al corazón. La han bautizado, a la pseudo placita digo, de Antonio Vega. Según el callejero de Madrid, y en esto anda bastante preciso, es una plazuela.
Al que le apetezca transitar por la Corredera, pongamos un mediodía cálido de octubre, se le aparece un cartel en la fachada de un local en el que reza “Madrid me mata” y se apostilla como el Museo de la Movida. Un poco más adelante a mano izquierda, tenemos otro con el título de “La chica de ayer”.
A mí Madrid me mata todos los días, la verdad, con su aire de ciudad bonita y despreocupada y sus ganas de vivir intensamente. Tiene un aire de pueblo que si no te has calado los pies con el agua que siguen baldeando desde las aceras todas las mañanas por las inmediaciones de la Plaza Mayor no podrás entender, pero que te atrapa sin remisión posible. Por eso a veces se me olvida que es en esta ciudad donde habita el señorío. Porque a la chica de ayer de la que todavía queda algo cuando me miro al espejo, eso del señorío le recuerda a las fotografías en blanco y negro del abuelo de mi padre, mi señor bisabuelo supongo, al que no conocí, pero al que reconozco con sus ojos claros bajo un sombrero y con un bastón en la mano. Al que hizo socio del Real Madrid a su primer nieto, mi padre, nada más abrir los ojos a este mundo. Al orgullo de perder un partido y que aun así el público se rompa las manos de aplausos reconociendo a los que se han dejado el alma en el terreno de juego.
Creo que a la chica de ayer de Antonio Vega probablemente le interesarían tanto el deporte y el señorío como a mí la física cuántica. O quién sabe, quizá forraría sus carpetas con la quinta del Buitre. Quiero pensar que esa chica tuvo un final menos desgraciado que el hombre del que fue musa, que encontró su lugar en este mundo y que incluso a lo mejor se emocionaba con el sonido de la red al golpear con el balón de esas canastas del parque del barrio. O soñaba con los ojos de Fernando Martín. O le importaban un pimiento si había cosas de chicos o de chicas y en lugar de forrar su carpeta de fotos o soñar con unos ojos se sentaba delante de la televisión a vibrar con cada bote, con cada regate, con cada finta, con cada gol y con cada canasta. Porque al final la vida, como las tardes de la chica de ayer, se miden con la intensidad con la que sientes las cosas.
En ese deambular perezoso por las calles, muchas veces recuerdas que el señorío puede tener un tinte melancólico o triunfal. Ser un puñado de hombres vestidos de blanco enfangados hasta las cejas o un ejército de titanes ganando un partido imposible contra un rival improbable. Lo que no relacionas con el señorío es el aplauso fácil, la autocomplacencia ni el conformismo.
Creer en ganar y hacerlo casi siempre, no perder casi nunca y dejarse la piel a tiras luchando. No cabe otra cosa en mi concepto del señorío. O en el de la chica de ayer, que con tanto deambular a veces me lío.