Una cronica de: @Javiervive
Eran las once menos veinte de la noche. El estadio enardecido vitoreaba a los triunfadores. Más allá del juego, más allá del sufrimiento y la tormentosa incertidumbre que nunca nos dio tregua, más allá de la maledicencia enfermiza que hemos de soportar, más allá de mareas y vientos azotando nuestras blancas velas, los reyes de Europa hemos regresado al salón del trono. Once baluartes lo han hecho posible, empujados por el aliento de millones de almas que, repartidas por la tierra entera, les han conducido a la antesala de la gloria.
Dos horas antes daba comienzo el combate. Esperanza y miedo, pasión y vértigo.
Los púgiles se estudian, se temen. El Madrid debe buscar el golpe de gracia, sin descubrir su mentón. La baja de Casemiro se hace notar desde el primer momento. Nuestra defensa no parece tener la consistencia deseada, ni ejercemos la presión necesaria para evitar el cómodo juego del rival. Cierto es que no nos llegan con peligro, pero las huestes enemigas merodean nuestro territorio, provocando en nosotros una sorda inquietud.
Unos y otros intentamos conservar el balón, sin buscar el riesgo, sin precipitaciones, con miedo al abismo.
Y entonces, allá por el 20′ Carvajal filtra un buen balón hacia Bale, el galés ejecuta con su pierna derecha el pase al área y un leve roce en Fernando desvía el centro hacia el marco británico. El corazón galopa en nuestro interior, el rival está en la lona… pero aún vive. El City está aturdido, y el Madrid aprovecha para conservar el balón. Decidimos guardar la calma y hacer un juego para el que, en mi opinión, no estamos preparados. Especulamos, contemporizamos, con demasiada lentitud, parsimoniosamente. Eso permite que el rival salga del shock , poco a poco vuelve a dominar el balón, y finaliza la primera mitad dando la impresión de controlar el partido, en un tempo lento y carente de mordiente alguna, sí, pero inquietante. Y el culmen de esa inquietud llegó cuando Fernandinho ejecutó un disparo que lamió el poste de nuestro arco. Ochentamil corazones detenidos en el Bernabeu y millones más en todo el mundo. Con el susto reflejado aún en nuestros rostros llegamos al descanso.
Los albores de la segunda parte nos ofrecen la misma situación. Un Madrid precavido, timorato tal vez, intentando mantener el balón, más como remedio para evitar sustos, que para buscar el golpe definitivo. El Manchester sabe que su momento ha llegado. Es hora de jugarse el todo por el todo. Adelanta líneas y comienza a presionar en nuestro propio campo. Como es habitual, nos cuesta un mundo salir de la presión. No encontramos el toque, la triangulación, la velocidad que nos permita sobrepasar esa línea presionante. Sufrimos el acoso de un equipo desesperado, sin encontrar solución que nos alivie. A veces Modric, a veces Kroos, intentan dar calma y ordenar nuestro juego, pero la decisión del City es absoluta. El partido se antoja largo y sufriente si no conseguimos aniquilar al rival definitivamente en algún contraataque. Modric tiene la ocasión más clara, cuando en un mano a mano con Hart yerra la oportunidad de regalarnos la tranquilidad.
Transcurren los minutos sin que suframos ocasiones de gol, pero con la inquietud a flor de piel, merced a un resultado preocupantemente escaso. El Manchester carece de ideas, y su aparente dominio no se traduce en oportunidades, pero sí en desasosiego.
El Bernabeu aprieta, sabedor de que el equipo necesita ese último aliento. Se acerca el minuto 90. Milán se atisba en el horizonte. Un ojo en la gloria, otro en el miedo. Y en los estertores del partido, Agüero aparece, por primera y única vez en la eliminatoria, para enviar un disparo lejano que, tras elevarse al cielo madrileño, emprende un aterrador descenso hacia nuestro corazón. Sólo unos centímetros separó al balón del larguero. La postrera esperanza inglesa había muerto. Los ojos de Keylor observaron cómo el peligro se disipaba por encima de su portería. ¡Pura Vida!.
Y el partido acabó. La cita con la gloria se había consumado. ¡Finalistas!, eran la once menos veinte de la noche.
Vi lágrimas de niños en el Bernabeu, lágrimas de sufrimiento y felicidad. Lágrimas de un madridismo puro, limpio, sin ambages. Mientras el estadio bramaba, los jugadores celebraban en maravillosa comunión el triunfo, y la Castellana entera era un clamor desenfrenado, ellos lloraban en silencio. Sus ojos brillaban encharcados y alguna lágrima blanca surcaba sus pequeñas mejillas. Y entonces no pude ver más. Mi visión se nubló y una lágrima salió también a celebrar la victoria.
Estamos por decimocuarta vez en la final de la Copa de Europa. Esa será otra batalla, la última batalla. Tras ella, la Gloria. Este es nuestro reino. Nadie nos esperaba… nadie nos quería. Pero aquí estamos.
El rey busca su trono. Que se aparten vasallos y plebe.
¡Abrid paso al rey!