¡Que nos envidie el mundo!

Un articulo de: @Javiervive


“Ven, dame la mano. No te separes”

La mano de mi padre era suave, al menos para mí. Nos rodeaba una gran multitud, entre la que avanzábamos hacia la imponente edificación. Me sentía nervioso y excitado, casi temeroso. Según caminábamos, miraba apresuradamente la nacarada camiseta. Aquel escudo coronado, de formas redondeadas, que siempre había visto en cuadros y ceniceros de casa, lucía ahora en mi pecho. El día anterior mi madre había estado cosiendo cuidadosamente un número diez de tela satinada sobre el dorso de la camiseta. Mi impoluta camiseta, que resplandecía devolviéndole al sol parte de su fulgor.

“Velázquez, hijo. Ese es el número de Velázquez”. Y allí iba yo orgulloso… el pequeño Velázquez, presto a entrar al templo por vez primera en su vida.

¡Que me envidie el mundo!

 

¿Lo ves? ¿Ves el número diez en la espalda de aquel niño?

Llegamos al fin a la enorme puerta, donde un señor muy simpático me pellizcó levemente la mejilla, “Hombre, pero este machote ¿Quién es?”  “Pues Velázquez” pensé, “¿No ve que soy Velázquez?”. Mi padre mostró a aquel señor unos carnets, y rápidamente nos internamos en el corazón del edificio.

Mi memoria se extravía entre laberintos, recovecos y escaleras, hasta desembocar en una imagen que permanecerá siempre en mi recuerdo. Allí estaba, reflejada en los ojos de aquel pequeño, una verde inmensidad destellante hasta la apoteosis. Y ese aroma, ese aroma fresco y dulce transportado por las nimias gotitas que escupían los aspersores.

¡Que me envidie el mundo!

 

De pronto, la hermosa imagen comienza a desvanecerse; va languideciendo poco a poco, convirtiéndose en leves fogonazos etéreos, trazos deshilachados de una memoria perdida. Se difumina el rostro de mi padre, mi camiseta pristina, el verde esplendor, los infantiles ojos absortos…

Ese entresueño lejano se va transformando despacio, muy lentamente… Veo la imagen de muchas camisetas blancas, como las de aquel niño casi olvidado en el tiempo. Sus portadores se abrazan, gritan y lloran; ríen, saltan, cantan y vitorean. Es entonces cuando me descubro a mí mismo gritando igualmente, arrodillado, mientras el televisor muestra una montonera de jugadores que, muy despacio, van aliviando de peso a un Cristiano tumbado en el césped de San Siro. Más allá, un balón reposa ufano en el interior de la meta, contándole a la red cuán maravilloso había sido su último vuelo hacia la gloria. Siento en la mano el cálido tacto de mi mujer. Extiendo una enorme bandera sobre nuestras cabezas, y dejo que su blancura nos cubra por completo, separándonos del resto del mundo. Y allí, en la eternidad, nos fundimos en un beso infinito.

¡Que me envidie el mundo!

 

El corazón aún dolorido por un sufrimiento inmisericorde, trata, no con demasiado éxito, de regresar a la normalidad. La respiración lucha por pausarse, y un cuerpo extenuado va buscando la calma.

Todo ha terminado. Millones de madridistas en la tierra entera compartimos emoción, sentimiento y éxtasis. Somos millones, pero somos uno. Una misma persona, un mismo corazón, un color único, un sueño… una realidad.

Yo soy cada uno de vosotros, y vosotros sois yo mismo. Siento lo que sentís y sentís lo que siento. Qué experiencia tan maravillosa, ¿Verdad?

Tú, que ahora lees estas líneas, también fuiste conducido por aquella mano suave y protectora. Estabas allí, orgulloso de tu flamante camiseta.

Eras aquel niño de ojos extasiados y manos temblorosas. Aún lo eres.

Todos somos aquel niño, aquel pequeño Velázquez contemplando el verde universo por primera vez.

¡Cuánta alegría! Soy feliz porque tú lo eres.

Ven, vamos a celebrarlo juntos.

¿Lo sientes? Estamos todos. Somos millones. Millones de almas sintiendo lo mismo en el mismo instante.

 

El número diez, aquel número diez en nuestra espalda se va difuminando. ¿Lo ves tú también? Se transforma casi imperceptiblemente. El cero comienza a encogerse hasta ser idéntico a su compañero.

¿Lo ves? ¿Ves el número once en la espalda de aquel niño?

Ven, dame la mano. No te separes.

Vamos a celebrarlo juntos.

¡Que nos envidie el mundo!