OPINIÓN | Lucas, llegada al Olimpo

Un articulo de: @Mrsambo92

En el lugar más insospechado nace el talento, en cualquier lugar puede ocurrir, en uno de la Mancha del que no nos queremos acordar o en uno gallego llamado Curtis. El talento es así de juguetón y arbitrario.

Cuando un chaval normal hace lo que le gusta y destaca porque le resulta fácil, natural, divertido, está comenzando a dar unos pasos que lo llevarán a lo más alto. Son muchos los que emprenden ese camino, pero sólo unos pocos llegan al lugar de los elegidos, porque aquello depende de muchas cosas: la suerte, el momento, la confianza de externos, la constancia… Chicos normales que sueñan en los partidos con sus amigos, en las pachangas y en las ligas de sus pueblos, con llegar a jugar en el equipo de sus anhelos junto a sus ídolos mientras imitan sus acciones, gestos y regates. Chicos normales que adoran a los dioses, que aspiran a llegar a su altura, al lugar donde realizan su magia, aunque no sean uno de ellos, aunque sea desde la humildad, desde la humanidad terrenal.

Desde su pueblo gallego, en La Coruña, Lucas Vázquez destacaba, sabía que era bueno, y subía peldaños sin saber donde le llevaría el destino. Sí, sabía que era bueno, pero ni por lo más sagrado pensaba que pudiera ser un dios. Es el camino incierto de los sueños, que tienen un destino tan definido como en apariencia ilusorio, improbable incluso.

Que te toque a ti, precisamente a ti, esa lotería; que se fijen en ti, precisamente en ti, entre los muchos chavales que destacan en el mundo… esas cosas no pasan, hasta que pasan. Y le pasó a Lucas, el chico liviano, ligero, rápido y hábil que marcaba muchos goles en los campos gallegos, para su muy humana incredulidad.

Sí, le llamó el Real Madrid, aunque creía que su padre le vacilaba. Aquellos regates de infancia, aquellos quiebros y goles que le divertían y hacían feliz, habían alimentado de ambrosía su sueño, le habían acercado al lugar de aquellos imposibles sin darse cuenta. Y aún así estaba tan lejos de aquel Olimpo…

El talento en ocasiones parece no tener límites, probablemente no los tenga, pero sí tiene un destino, que en el mundo del fútbol es un Olimpo llamado Real Madrid. Ahí empieza y acaba todo. Lucas Vázquez llegó a una primera plantilla en la que se decía que los canteranos no tenían opciones, cubriendo el hueco que había dejado otro canterano como Callejón. Un chaval muy terrenal que había logrado acercarse a los dioses que veía en posters y partidos por la televisión. Unos dioses de los que dice aprender cada día, porque está con ellos sin creerse uno de ellos.

Asaltar el Olimpo de los dioses o convertirse en uno. Lucas apostó por lo segundo, un hombre de talento que emprendió una aventura en la que se podía haber quemado en muchas ocasiones, como Ícaro, pero sus alas estaban hechas de un material muy especial, aleaciones de ilusión y tenacidad.

Sin perder su esencia infantil, decidió no ser uno más, y jugando con un balón en su dedo, poseído por el éxtasis de Dioniso, manejando esa esfera que tanto pesa en esos momentos a cualquier jugador del mundo como si fuera Atlas, marcó un penalti que reivindicó dando golpes de orgullo a su escudo como haría Hefesto con la forja.

Y aún así nadie le considera una deidad, signo de su sabiduría y conocimiento, que parecen surgidos de un matrimonio entre Atenea y Apolo, pero el hecho es que allí está, rodeado de ellas, recibiendo su respeto, pleno de humanidad y humildad.

No son pocas las cualidades que le engalanan más allá de estos valores. Su afrodisiaco amor por el juego y el club, su incesante trabajo y su espíritu indómito dignos de Ares, se embellecen con su regate. Ese regate, ese desborde que es pura sutileza, de una ligereza sorprendente, que deja atrás rivales casi sin querer, como si fuera brisa, como movido por los alados pies de Hermes, como si desapareciera, con la gracilidad y desenvoltura de un distraído junco, para volver a aparecer una vez superado el adversario. Un ligero amago, una sutil finta de su cuerpo en apariencia liviano, pero inamovible, como en un suspiro, y ya está delante de su rival, superado, derramándose como Poseidón en el área rival…

Lucas llegaba para ser uno más, para rellenar plantilla, pero se ha ganado el corazón de todos los madridistas, o casi todos. Aquellos que se reían de él o de Zidane por contar con él como primera opción de cambio, ahora callan o piden una merecida titularidad.

Llegaba discreto, sin ruido, pero cuando todo truena, cuando todos tiemblan, su discreción desaparece, sale lo mejor de él para encauzar una tanda de penaltis en una final de Champions, para comerse al medio campo del equipo de moda en Francia y colocar muy arriba un balón de esos que sólo alcanzan los dioses. Es ahí donde Lucas se encuentra más a gusto, cuando todo se puede venir abajo.

Como Nacho, Carvajal o Arbeloa en su día, es el puro hombre de club, de esos que los nostálgicos añoraban, que decían que habían desaparecido, que ya no quedaban, de esos que callan y aprietan los dientes cuando vienen mal dadas sin decir una palabra más alta que otra desfogándose en cada entrenamiento, haciendo méritos, haciendo equipo…

No, Lucas no es una deidad, es sólo un hombre con talento… o quizá sí, quizá es el hombre que se hizo dios.